jueves, 20 de diciembre de 2012

"La flor de invierno", cuento para el "Premio de Narración Breve" de la UNED



LA FLOR DE INVIERNO
Volveré.
            Pero no volvió. Aquella palabra en forma de promesa no se cumplió.
            La extraña chica que la pronunció no apareció al día siguiente, ni al siguiente, ni al que le siguió tampoco.
            Pero aquella promesa no cumplida me permitió, por alguna razón, esperar a que algún día volviera…
I
            Existe un mundo invisible e inmaterial que convive con el mundo humano y que ellos no pueden ver, oler, ni tocar. Pero sí percibir, aunque muy levemente.
            Sí, estoy hablando de mi mundo. El mundo de los espíritus. En él, las almas de cada animal, roca y planta caminan acompañados de los grandes espectros estacionales, conviviendo a su vez con los humanos, inestables e inmaduros por naturaleza. Ninguno de ellos ha vivido y experimentado tanto como nosotros porque, una vez que nuestra conciencia ha terminado de entender el porqué de nuestra existencia, volvemos a nacer y a experimentar todo aquello que no pudimos en vidas pasadas.
            Muchos de los míos, curiosos por saber de los seres materiales con los que vivimos, se acercan a ellos atraídos por sus extrañas costumbres y maneras, fascinados por la fe que profesan a lo que ellos llaman “dioses” y con los cuales se identifican. Otros nos dedicamos a mirar, intentando no establecer ningún contacto con ellos, temerosos de que algún día nos descubran. Los humanos que alguna vez nos han percibido o “creen” en nuestra existencia han ido construyendo a lo largo del tiempo templos por los cuales pretenden llamarnos y hablar con nosotros, rezando y dejándonos ofrendas cada vez que los visitan. Muchos de ellos suplican por ayuda, otros por su bien, otros simplemente por su perdón. Algunos espíritus los escuchan, otros los ahuyentan haciendo crujir las ramas de los árboles, moviendo o tirando cualquier cosa que esté a su alcance.
            Yo nunca he confiado en los humanos como lo hacen algunos de los míos. Nunca me he acercado ni he hablado a ninguno. Tampoco se me ha dado bien entablar conversación con ningún semejante. Por eso acabé en uno de los bosques más tranquilos y alejados de la población. Solo, sin ninguna compañía.
            Me alojé en un templo abandonado, cerca de una pequeña aldea en la que no vivía mucha gente, al menos cuando llegué. Pasaron los años y aquellas cuatro casas se convirtieron en diez y siguió creciendo hasta convertirse en una ciudad que había hecho desaparecer gran parte del bosque. Pensé en irme de allí y buscar otro lugar, pero decidí que no lo haría hasta que algún humano encontrase el templo donde vivía. Mientras, podría estar en paz.
            En el bosque habitaban unos pocos espíritus que iban de un lado para otro, hablando sobre las noticias que habían escuchado de otros espíritus de ciudades y pueblos cercanos a este. Unos eran molestos y escandalosos y otros se dedicaban a pasear por la orilla del río que cruzaba el bosque, aprovechando los pocos rayos de sol que se escabullían entre las hojas de los árboles y que eran tan escasos por aquella región.
            Por lo que escuché cuando llegué aquí, este bosque estaba en la isla norte de un país llamado Japón. Tenía un ambiente bastante frío y desolador, ya que nevaba casi todo el año y cuando no, el cielo seguía nublado y pocas veces se veía el sol asomando por la esquina de alguna nube. Por eso sabía que este era mi lugar.

II
            Mi nombre es Fuju. Soy el espíritu del invierno. Mi alma recorre cada lugar del mundo llevando el frío, la nieve y el viento, envolviéndolo todo con una capa blanca a su paso. Mi naturaleza es solitaria y no dependo de la compañía de ningún otro igual. Mi desconfianza hacia los humanos me aleja de ellos, no queriendo saber nada de lo que algunos otros espíritus puedan contar sobre ellos… Sin embargo, he conocido a una humana diferente a todos los demás.
            La vi por primera vez una mañana en la que caían pequeños copos de nieve sobre la espesa capa de escarcha que cubría la hierba blanca. Se acercó a mi templo con paso inseguro, mirando de un lado a otro de la espesa arboleda. Al llegar delante del templo, se arrodilló y volvió a mirar a su alrededor. Su semblante se relajó al afirmar que estaba completamente sola. Cerró los ojos y juntó las dos palmas de las manos. Supuse que estaba rezando ya que los pocos humanos que había observado antes hacían lo mismo.
Me acerqué, descubriéndome detrás de un tronco cercano al templo. Nunca esperé que la humana se girara hacia mí y pegara un pequeño grito en mi dirección. Me quedé tan sorprendido que hasta me di la vuelta pensando que había algo detrás de mí que la hubiera asustado así. No había nada allí. Sólo estábamos los dos. Me volví hacia ella y me quedé mirándola intentando pensar en qué hacer ahora que me había visto. Ella me miraba con ojos muy abiertos, conteniendo la respiración.
-Tú… ¿puedes verme? –pregunté temeroso a que me respondiera. Mi único miedo se estaba haciendo realidad.
Asintió levemente.- ¿Eres un “youkai” entonces? –preguntó a su vez con voz muy suave.
-¿”Youkai”? –pregunté mientras pensaba en salir corriendo de allí.
-Sí, los espíritus que merodean por todos lados… Es así como os llamamos aquí –dijo con cierta molestia en su voz.
Aquella chica podía vernos. Aparté la mirada y comencé a caminar con paso rápido dentro del bosque.
-¡Espera! –exclamó. Paré instintivamente y me di lentamente la vuelta- ¿Este es tu templo? Siento haberte molestado, pero de todas maneras, gracias –dijo con un tono más amable.
-¿Gracias? ¿Por qué? –pregunté curioso y a la vez sorprendido, por sus preguntas y, sobre todo, por mí. Nunca pensé en que pudiera hablar cuando llegara este momento.
-Porque eres el único que no me ha atacado o perseguido cuando te he visto –respondió enseñando una dulce sonrisa.
No sabía el porqué pero una gran curiosidad me inducía a saber más sobre aquella extraña chica. Seguía estando asustado pero parecía que ella no me iba a hacer daño.
Cuando llegué al lado del templo, ella seguía sonriéndome. Era una humana esbelta, de tez pálida y pelo negro como el azabache. Sus ojos eran de un cálido marrón avellana, que dejaban ver una gran bondad y amabilidad; sin embargo, una mezcla de tristeza y oscuridad empañaba sus grandes y bonitos orbes. Podría describirla como linda o preciosa, pero era demasiado humano. 
Terminé de analizarla y desvié la mirada hacia el templo y, olvidando su agradecimiento, me dispuse a responder su primera pregunta:
-Es temporal –dije finalmente- Nunca pensé que algún humano encontrase este lugar, pero me equivoqué –dije mirándola de reojo.
-¡Oh, lo siento mucho! ¡No hace falta que te vayas! Yo… no iba a volver más por aquí, así que… -murmuró bajando la mirada.
-No me iré si vuelves –solté aquella condición sin pensar- No todos los días se ven a humanos tan… especiales como tú. Quiero saber más de ti –dije mirándola intensamente.
La chica me miró unos momentos sorprendida e instantes después volvió a aparecer aquella sonrisa dulce. Se acercó con cuidado a mí, y cuando se encontró a dos pasos escasos, se paró. Sus mejillas y nariz sonrojadas por el frío se movieron suavemente cuando dijo:
-Volveré.
III
Al día siguiente volvió. Se llamaba Hana. Su nombre significaba “flor” en japonés. Sin duda, nuestros nombres no tenían nada que ver: “flor” e “invierno”, dos términos opuestos, dos estaciones opuestas.
Hicimos un trato que consistió en que ella me contaría acerca de su vida si yo primero le contaba sobre la mía. La curiosidad era tanta que no tardé en aceptar. No perdía nada en contarle sobre nosotros, puesto que ya sabía de nuestra existencia.
No sé si fueron días, semanas o meses, pero durante ese transcurso de tiempo le conté todo lo que sabía de mis vidas anteriores y de la actual. Ella escuchaba en silencio y con atención todo lo que le narraba, y aquello me hacía feliz de algún modo u otro. Normalmente venía todos los días de la semana. Me había acostumbrado a su cálida y reconfortante compañía, y a veces, cuando no venía a verme, sentía aquella soledad que antes había sido mi única compañera. No se lo reprochaba porque entendía que al estar tanto tiempo a mi lado enfermara por el frío, pero ella siempre se disculpaba por no poder venir.
Llegó el día en que Hana comenzó a narrar la historia de sus diecisiete años de vida. No tenía padres, así que vivía con unos familiares lejanos que se pasaban la mayoría del tiempo fuera de casa. Ellos no la entendían. Ellos y todas las personas que la conocían rehuían de ella por culpa de su extraño don por el cual podía vernos. Pensaban que era una mentirosa, que se inventaba todo para llamar la atención o dar miedo. Pero no era así. Las continuas apariciones de espíritus por la ciudad hacían que actuase de forma rara en público, pero ella no podía hacer nada. Aquel rechazo supuso la acumulación de malos sentimientos hacia los espíritus y frustración y odio hacia las personas por no hacer el intento de comprenderla. Todos aquellos sentimientos y situaciones resumían su corta vida.
El tiempo pasaba agradablemente. Poco a poco se fue formando una especie de amistad entre nosotros, una amistad que nos permitía confiar el uno en el otro. Hablábamos y opinábamos de las cosas que nos gustaban y de las que no; lo que nos gustaba hacer y lo que no; cómo eran nuestras personalidades y cómo nos gustaría mejorarlas o cambiarlas… De todo aquello y más se llenaron nuestros días. Y cada día que pasaba más ganas tenía de que ella volviera.
IV
-Me gustaría ver la primavera alguna vez –susurró Hana con los ojos cerrados, disfrutando del tenue rayo de sol que chocaba contra su rostro.
-¿Y por qué no vas a un lugar más cálido? Allí seguro que la podrás ver –aseguré mirando las ramas más altas de los árboles que estaban cerca de la orilla del río helado donde nos encontrábamos.
-Porque no puedo –dijo apoyando la barbilla en sus rodillas- Mi condición física no me lo permite –explicó sonriendo vagamente.
-Ah… -suspiré- Los humanos sois demasiado débiles y frágiles –comenté con un tono un tanto altanero, pero en realidad, la razón que había expuesto había causado que la preocupación se apoderara de mí.
-Sí… Aunque por una parte me quiero quedar por siempre aquí, porque estás tú, Fuju –dijo mirándome con la sonrisa más bonita que me había regalado nunca.
Muchos momentos similares a éste, se prolongaron y continuaron sucediéndose, llenándome de alegría y calidez. Poco a poco, la necesidad y el interés de marcharme de allí fueron esfumándose, dejando hueco a un profundo y gran sentimiento que nunca pensé que podría experimentar, nunca.
Pero la condición física de Hana empeoró los últimos días. Sus ausencias se hacían más largas y cuando venía a visitarme después de dos o tres días sin vernos, su cara presentaba un aspecto poco saludable y casi siempre tenía que acompañarla hasta los límites del bosque para que no se perdiera debido a la fiebre alta que llevaba consigo. Aun así, ella sonreía. Sentía que lo hacía para no preocuparme, pero ya era tarde. Insistí en que no volviera a verme hasta que no se hubiera puesto completamente bien, y siempre respondía:
-Estoy perfectamente bien si estoy a tu lado, Fuju… No te preocupes, y no me pidas más que no vuelva, porque volveré y lo sabes –decía acariciándome suavemente la mejilla con su frágil mano.
Y aquello fue lo último que obtuve de ella. Volveré. Pero no volvió.
V
Días, semanas, meses, años, no lo sé. Sólo sabía que ella no volvía nunca. Sólo sabía que la soledad con la que vivía antes de conocerla no era la misma que me agobiaba y me atormentaba en esos instantes. Un sentimiento de vacío constante se apoderaba de mí cada día que pasaba y no la veía asomar por detrás de los árboles que ocultaban el camino diario que utilizaba para llegar a mi encuentro. Pero no podía hacer nada frente a la tristeza y desesperación. No podía porque no estaba preparado para internarme en el mundo de los humanos. No podía ir a verla porque no tenía energía suficiente para traspasar aquella barrera.
Sólo me resignaba y esperaba a que algún día volviera. Lo que hubiera dado por hacer algo por ella, lo que fuera, aunque… Crac, crac, crac, comenzó a escucharse cada vez más cerca del templo, crac, crac, crac. Unos pasos lentos y titubeantes se acercaban pisando las pequeñas ramas escarchadas del suelo y haciéndolas crujir por su peso. Tenía miedo de levantar la mirada y ver que no estaba, que aquella pisadas fueran fruto de mi imaginación, pero una voz muy conocida me llamó:
-Fuju… -llamó débilmente Hana, tambaleándose, intentando alcanzarme- Lo siento mucho –se disculpó antes de perder sus últimas fuerzas y caer al suelo.
Detuve rápidamente la caída, envolviéndola con mis brazos. Estaba muy fría y pálida, y sus ojos no podían estar completamente abiertos por el cansancio.
-Tonta… Ya te dije que no te haría ningún bien venir a verme –dije conmocionado.
-Pero ni a ti ni a mí nos hace bien estar separados –dijo curvando un poco las comisuras de sus labios, formando una sonrisa cansada pero igual de bonita que las demás- Fuju… Me queda poco tiempo –afirmó mirándome a través de sus largas pestañas.
-No digas… -dije frunciendo el ceño, desesperado por hacer algo que la mantuviera viva. Pero fui interrumpido por su apagada voz.
-Shh, déjame terminar, por favor… Eres el ser más importante y especial de mi vida, y por eso estoy aquí, para cumplir mi promesa de que volvería y decirte lo mucho que te quiero y lo mucho que me gustaría abandonar este mundo a tu lado –dijo entre pausas, causadas por el cansancio y las lágrimas que caían de sus almendrados ojos.
-Yo… Yo también te quiero, Hana, y hubiera preferido que esto hubiera acabado de otra manera, que hubiéramos podido estar juntos más tiempo –dije entre lágrimas de tristeza- Pero me gustaría enseñarte algo antes de irte –cogiendo una flor de pétalos rosados que había florecido sorprendentemente en aquel claro nevado, y colocándola en su pelo.
-Qué bonita –exclamó Hana con sinceridad- Nunca había visto una flor tan bonita antes. Muchas gracias por todo, Fuju… adiós –dijo con su último aliento.
Su cuerpo se volvió rígido y fue perdiendo la poca calidez que le quedaba. Sus ojos se cerraron completamente para no volver a abrirse nunca más y su vida expiró en un último suspiro.
Triste, pero aliviado por haberla visto sonreír una vez más, aliviado por cumplir el deseo de Hana de ver florecer una flor, aliviado porque había vuelto, mis lágrimas caían sobre la nieve y la escarcha, derritiéndolas. Poco a poco la blancura del paisaje fue desapareciendo, dando lugar a un verde muy profundo y vivo. Todo el bosque y sus alrededores cambiaron su color debido a los cálidos y profundos sentimientos de cariño y amor que yo mismo albergaba y de los cuales no me había dado cuenta hasta ese mismo momento, y abrazado al cuerpo de Hana, presenciaba extasiado la enorme creación ante mí. Esto era lo que siempre había querido ver Hana, y muy dentro de mí, yo también había querido verlo. Porque los sueños de aquella chica, también eran los míos.
Y así fue cómo el invierno se convirtió en primavera. Así fue cómo renací.  

HELENA FERNÁNDEZ CABRERA        4ºF ESO

1 comentario:

  1. ¡Qué bien que lo hayas compartido con todos nosotros! Mucha suerte y ¡Feliz Navidad!

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